Había una vez, en un vecindario de La Reja, un pájaro catador. Al aparecer y declarar sus habilidades, los vecinos le armaron una mesa en el final de una calle poco transitada, con varias copas y botellas sin rótulo ante sí. Un ayudante le serviría el vino y reemplazaría las botellas cuando se acabaran. La gente se empezó a agolpar para verlo. - ¡Malbec del 38! - decía. Y así iba adivinando, tan sólo introduciendo su pico. Incluso de noche, cuando no había nadie, el pájaro seguía en lo suyo. En un momento, alguien se percató de que el animal dormía bien poco. Intentó convencerlo de que echase una siesta, una tarde de domingo en que el público era mas bien poco. El pájaro no quiso saber nada. - ¡Cabernet Sauvignon! -gritó. Y los aplausos corrieron. Los días fueron pasando y el pájaro empezó a desmejorar de forma evidente. Una noche, a la orden de un médico que lo quería examinar, unos vaqueanos intentaron tomarlo por asalto, pero la bestia se defendió a picotazos. El vino y l
A veces el monstruo salía de la cabaña y miraba hacia el oeste, donde se ponía el sol, como esperando algo. Luego se metía otra vez y continuaba sus actividades de monstruo. Enojado, repleto de rabia y tedio, miraba las sartenes y las ollas, los pimenteros y la fría hornalla. Recordaba, casi con añoranza, el cadáver de su vieja víctima. Hacía rato que habían quedado solamente los huesos y hacia poco menos que estos se habían transformado en polvo. El olor rancio había permanecido un tiempo. Luego también se había esfumado. El monstruo ahora moría de hambre sin poder morir. Aquél páramo era la última nota de civilización que había alcanzado un día, en su búsqueda de nada. Ahora miraba la mesa, ahora la alacena que se iba llenando de tierra. El monstruo salió una vez más afuera. Una nube verde y cambiante refractaba los rayos del sol y a veces el cielo adquiría tintes de locura. El monstruo no entendía eso. Pasaron siete días más y el monstruo no hacía ni una cosa. Sólo mirar las ollas y